17.7.09

Yo no soy la dulce

Me gusta la risa. Me gusta llorar a escondidas.

Me gusta la rabia. Me gusta golpear paredes hasta hacer sangrar mis nudillos.

Me gusta la materia. He comido donas con un sabor desagradable.

Me gustan los ruidos. He apagado las luces de la habitación.

Me gustan los monos animados. Me gustan las sábanas manchadas con sangre.

Me gustan los peinados. Detesto a los nazis.

Me agrada el atardecer. Un amanecer ebria es aún más agradable.

Me gustan los hombres. Me gusta desearlos hasta que me quieran matar.

Me gusta el atún. Más aún un pescado con queso.

Me gusta el desequilibrio. Si es mental es mejor.

Me gusta el Che Guevara. A veces su boina la detesto.

Me gusta todo eso. A veces, no me gusta nada.

Si nada me gusta, mando todo a la mierda.

Cuando todo se va a la mierda, a veces suele gustarme.

Y eso, de estar sola, suele gustarme más que un pedazo de papel sin escribirse.

Que una foto sin revelarse.

Que una comida sin comerse.

Que un vino sin tomarse.

Que una ventana sin romperse.

Que una sábana sin mancharse.

Que un vestido sin planchar.

Que un té sin diluir.

Que un medicamento sin intoxicar.

Me gusta todo eso.

Me gusta la provocación de los objetos.

Los objetos me provocan, me gustan, me desean a mí.

Yo los deseo a ellos. Me vuelvo fetiche con ellos. Los desgarro.

Eso es lo que deseo. Objetos que me desean. Ellos a veces me hablan.

Mentalmente, claro, me dicen cosas como si me las dijeran al oído.

Una pistola me habló una vez.

Me dijo que yo era inconmensurable.

No tengo medida, me dije a mí misma.

Entonces, agarré la pistola, la limpié y la coloqué al frente de mi cama.

Así, podría verme el tiempo que quisiera.

Sin que yo la toque.

No la tocaría.

Nada.

Sería tan asqueroso como ver a un gordo luchador de sumo.

No sólo a él, el gordo, sino a él chupándole los pies a una cabaretera.

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