17.7.09

Una madre muerta

He odiado los funerales desde siempre. Ese ritual tosco, lleno de lágrimas, que parece unir a todos los que asisten por un hilo rojo invisible que los ata de los dedos gordos de los pies hasta la lengua. No hablen. Nadie habla en los entierros. Todos callan. Todos caminan. Todos son zombies y ahí, en el medio de todo, yo que estoy en la última fila, observo el cuerpo de una madre muerta. Una madre, que está con los ojos cerrados y su cara sonriente. Una madre, que siento que me guiña un ojo a la distancia. Una madre, que con su cuerpo inmóvil parece estar viva, más viva que antes. Todos lloran, todos caminan, todos comienzan a hablar estupideces. Ha terminado el entierro y me he servido whisky. Doble, sin hielo, en un vaso transparente. Ahora veo la cara de una madre detrás del vaso y mientras todos hablan de lo que ella fue en vida, se me acerca, me habla al oído y me dice que debo quedarme quietecita, en silencio, sin decir nada. Cuando ella habla, me siento pequeña, diminuta, cada vez más hundida en el mullido sillón en que me encuentro. Ha llegado la hora de lavar toda la ropa, de colocarla en detergente, dejarla remojando y esperar media hora para sacar la mugre, fregar y fregar, hasta que los dedos de las manos queden secos. Así lo hago, como lo haría una madre muerta.

He despertado y mi madre está a mi lado. Me abraza y me dice que no llore, que todo ha sido un sueño. Trato de moverme y no puedo. Me destapo y observo que los dedos gordos de mis pies están unidos por un delgado hilo rojo. Un hilo rojo que llega hasta la lengua y me impide gritar.

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