24.5.07

Angelitos con risas de sangre



Y el sueño, que tanto alargaba los brazos en torno a mi cerebro, me hacía pensar en las víctimas silentes que caen desde el anonimato. Pequeños seres que mueren y se olvidan. Que mueren y dejan sus cuerpos como registro de la violencia más cruda que hay en la vida. Los niños asesinados. Muertos, desgarrados sin experiencia alguna por la falta de tino de quienes los crían, de quienes los tienen, de quienes les debieran dar amor más que a nadie en el mundo. Los niños tienen derecho a ser felices, no a morir por la culpa de terceros que tienen un tornillo (o todo el cerebro) suelto.
Aún no puedo imaginar la caída desde siete pisos de Javiera. El otro día miré hacia el suelo desde la ventana de un séptimo piso y me la imaginé con su cara de terror, con los bracitos aleteando y queriendo volar para no llegar al suelo jamás. Y llegó, pero nadie fue capaz de salvarla. Ni su propia madre. Ni los vecinos, ni los bomberos hubieran alcanzado. Murió. Su alma debe penar en ese edificio, queriendo volver a la ventana desde donde la lanzaron sana y salva. Siete pisos. Un horror como ese no tiene nombre. No tiene explicación alguna.
El padre, que en este momento no recuerdo el nombre, tenía una cara extraña, deforme por la sicopatía que tenía en su mente, me provocó cosas extrañas, las sensaciones que provocan las de ver un asesino. Aunque diría que sin saber lo que sé, algo raro denostaban sus ojos, la forma de su cara, la manera en que hablaba, en que todos tenían la culpa menos él, que tenía las manos manchadas con sangre.
Y luego, no ha pasado ni un mes, y dos padres matan a su hijo de tres años con las golpizas que le provocaban.Muerto a golpes. Supe que una vez el padre lo quemó con una plancha encima de una herida para que no se notara. Maldito bastardo. No tengan hijos si no los van a poder criar como la gente. Si no van a tener paciencia, si no los van a querer, si no van a poder darle una calidad de vida digna. Y me da rabia, porque ellos no se pueden defender. No pueden hablar frente a estos adultos que me imagino los ven como sombras enormes de color negro que se suben sobre sus narices. Y les tienen miedo. Los niños se dan cuenta de todo, pero cuando es algo terrible que va contra ellos no pueden hacer nada. NADA. Y los vecinos, se quedan callados. Sólo hablan cuando llegan las cámaras de televisión. Y la radio. Y la prensa. ¿Y qué pasa con el silencio de los niños? El silencio. Nadie habla, nadie dice nada. O se dice, pero se olvida. Y vuelven a suceder miles de cosas en la que los niños y niñas son ignorados. Y nadie dice nada. Y todos se ponen una venda en los ojos.
Los niños son los adultos de mañana (aunque suene cursi y ultrarepetido) pero yo quiero una sociedad bien, con personas normales, sin traumas, sin trancas, sin tristeza. Sin angelitos con el cuerpo manchado de sangre, de heridas, de quemaduras graves. De gritos en pena debajo de las sábanas con inocentes dibujos. A veces prefiero que estén muertos, enterrados en sus pequeñas tumbas adornadas de terciopelo, en un descanso eterno que es más aceptable que una pobre vida llena de abusos.
Yo también fui niña y tuve una vida enormemente feliz. Casi en una burbuja.
Por ellos y por todos los niños asesinados escribo estas letras. Presa en una jaula de impotencia, con gruesos barrotes de fierro que son imposibles de romper.
¿Dónde está Dios?
Quisiera ser atea.
Esta es una de esas razones.