30.5.09

Jaqueca

Un dolor de cabeza insoportable aprisionaba mi cerebro. Llevaba ya muchas horas si es que ya no varios días sobre él. Era como una sombra sobre mí. Ya no aguantaba más. Las lágrimas estaban en mis ojos cuando encontré el serrucho y me abrí la cabeza. La sangre no me importó. Dentro, miles de pescados nadaban entre mi seso, mi calavera, mi sangre, mis células. Los saqué uno por uno. Eran de diferentes colores y tamaños. Azules, rojos, con pintitas, un minitiburón, otro que se creía pulpo, pero en fin, miles de pescados. Les saqué las escamas, los pasé por pan rallado, los metí en una sartén con aceite caliente y uno por uno fueron dorándose hasta quedar fritos. Invité a mis amigos a comerse los pescados. Festejaríamos el fin de mi jaqueca. Cuando terminaron de comer, al par de horas, varios de ellos se habían escapado de su casa. Otros, decidieron que en invierno y en verano dormirían en el techo, unos cuantos dijeron que sacarían los espejos de las habitaciones para no verse más. Los menos comenzaron su existencia con un repentino dolor de cabeza que cada día se hizo más intenso. Hasta que de pronto, se debió fijar un mes completo para celebrar festines interminables de pescados fritos con infinitas consecuencias.

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