27.5.08

Me confieso

Padre, yo sé que usted no me va a castigar. No me va a decir nada. Yo sé que su perdón no depende de usted, sino del que está allá arriba, que me mira y me mira con esos ojos sangrantes hasta causarme miedo. Y de ese puro miedo, es que siento que mi cuerpo se enfría, me pongo tiesa y sólo el hecho que mi boca hable es lo que me devuelve el alma al cuerpo, padrecito.
Padre, me confieso. La lujuria se ha apoderado de mi cama. Vive debajo de ella y es una sombra negra que me observa cuando me voy a acostar. Y en algún momento, cuando abro mis piernas para proceder a tenderlas, se mete por ahí y me provoca un calor que me ahoga, que tengo que deshacer sin que nadie se dé cuenta. Y siento que en esta enorme casa todos saben, aunque no me digan nada, aunque insinúen que mi escote no es más que la moda que usamos las mujeres en este tiempo. Me he dado latigazos padre, despacito, pero me he sacado sangre de la espalda y me la he puesto en las mismas manos con las que calmo mi lujuria. Padre, yo no le miento, lo único que necesito es que me escuche y me perdone.
Y ahora, que estoy hablando con usted, es que me he echado a la boca más de diez calugas de manjar, unas tras otra, sin que dejar que se disuelvan en la boca y así continúo con la siguiente, ¿me entiende? creo que no, que no me entiende. No importa, el tamaño de mi estómago se encarga de recordármelo de vez en cuando. Y sabe qué padre, a veces mis manos están manchadas con sangre y sigo comiendo caramelos. Me gustan, me saben más ricos. He comido caramelos cuando me he latigado la espalda. No es mentira padre, yo no miento, pero siento que esto es tan sucio que no tiene perdón por más que se lo cuente. Y saber que usted no dice nada, me da más rabia y más llanto que nunca, pero tampoco quiero dejar de hacerlo. Es un delirio padre, es mi delirio.
Ahora que usted menos me habla, que ya ni percibo su respiración, apuesto que duerme. ¿Ve padre?, vé que está durmiendo. Ni usted me escucha. Y yo, como caramelos y el verlo así, sumido en la pereza que además yo practico, me dan ganas de colocarme en su altar, con las piernas abiertas, los calzones abajo, las manos manchadas de sangre y caramelos, mientras digo el padre nuestro y en el amén alcanzo la gloria y usted sólo me mira desde el confesionario, haciendo quién sabe qué impúdico acto debajo de la sotana.
Permiso padre, me retiro.

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