27.5.08

El laberinto del señor Termita

No es ni fácil ni difícil llegar al lavadero después de las doce de la noche. Si las mujeres van con enaguas blancas y descalzas, la luz se enciende enseguida y no cuesta nada seguir las escaleras. Si él quiere que lo vayan a ver, provoca con la mente que a una de nosotras le salga una espinilla dolorosa en la parte superior del pecho. Una espinilla pequeña, pero dolorosa. Rojísima, a punto de reventarse, pero que duele. Anoche me salió una a mí, y quise ir a verlo porque sabía que con su mente, hacía que quien fuera se entregara a él como quisiera.
Y fui, con mi única enagua blanca y mis pies descalzos, mirando como mi cuerpo generaba una silueta sutil en la sombra que se formaba en el piso con el reflejo de la luz de la luna. Y me sentía como Afrodita, como me siento siempre que es de noche y hay luna llena, y quería que apareciera un duende perverso por ahí, que me azotara con su lengua y me llevara a su despacho prohibido amarrada a su cuerpo con raíces de plantas pegajosas. Y yo me dejara hacer por este ser deleznable, que una vez dentro me agarraría, me colocaría desnuda en su cama y se transformaría en un hombre que me succionara todo el aire con sólo haciéndome gemir.
La sangre me despertó y me apuré en subir la escalera que da a la habitación del señor Termita. A él no le gustaban los atrasos y desde que mandaba que apareciera la espinilla hasta que él estuviera en su habitación, con una de nosotras sentada sumisamente en la única silla que estaba al borde de su enorme cama, debían pasar no menos de diez minutos. O sino se enfurecía, te pegaba una cachetada y te mandaba a dormir por estúpida. Una vez me pasó eso, pero no lloré, me dio risa. Y desde ese entonces me tenía miedo.
El olor era a sangre de verdad, sangre fresca, sangre de carnero, sangre que corre, sangre que fluye, ríos de sangre, ríos escarlata, ríos bermejos, ríos de muchos colores en tonalidades del vino tinto. Y no veía nada. Lo imaginaba solamente. Mi señor Termita estaba sobre la cama, con una rosa sobre su regazo. Estaba sonriente aunque era esa sonrisa que alguien te hace con las manos cuando no quieres reír, cuando de verdad nada te provoca risa. Lo miro y antes de gritar porque le habían abierto la guata con algo que parecía una planta afilada, aparece esa lengua de improviso, que me agarra hacia el infinito y acá estoy, sobre una cama que desconozco, completamente desnuda, viendo que un hombre me hace gemir, y con ello, siento que mi pecho se hace más pequeño, se hace menos latente, menos visible, hasta hacerme dormir.

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