20.9.09

Muerte cerebral

Sólo las luces la colocaban inquieta. Nada más. Sólo las luces le molestaban. Nada más. Sólo la voz de él, del interlocutor, lograba calmarla en la medida justa. "No temas, lo que te vamos a hacer es simplemente un experimento". Y procedieron a inyectarle una jeringa en la cabeza. Una jeringa pequeña con una gran aguja que sorbía y sorbía su sangre con dolor, con gritos, con desesperación, con mareos, con luces salpicadas de sangre, con alevosía, con ternura, con mierda, con garabatos. Era eso, sólo era eso, una simple extirpación de su pequeño pedazo de sangre acumulado en el sector exacto entre los dos sectores de su cerebro. De su cerebrito. En los empalmes de su cerebrito, de su cerebruto, de su acumulación de sangre, sesos y venas. ¿Qué es más que un cerebro si un cerebro es sólo eso? Una máquina pensante dentro de nosotros que puede volverse lo que sea en un momento de extracción de sangre. Toda la gente se volvía loca. Loca, loca, loca, gritando por todas partes del estudio de la televisión, en que la extracción de la sangre cerebral se volvió un evento nacional para todo aquel que veía lo que pasaba. Era eso, una extracción de sangre. Nada más. Simple, sólo simpleza dentro de eso. Sólo simpleza, un acto científico convertido en aberración. Y ella, después de la extracción, sólo quiso sentirse su sangre liberada por la cabeza, sentir la textura, el sabor, la velocidad con que caía, los demonios que limpiaba, la limpieza que hacía dentro y fuera de su cabeza, el ritmo de los latidos de su corazón, que ahora estaba cerrado, porque con sólo esa extracción de sangre, se le cambió el ritmo de la vida, de los ojos, de los ojos cerrados, de sus fantasmas. Y el locutor, una vez que terminó el proceso le dijo "tranquila, ya hemos finalizado la extracción de tu sangre, ahora procederemos a limpiarte. Gracias por venir a nuestro programa". Y ahí quedó la jeringa, mientras a ella se la llevaban los productores a sacarle el maquillaje, la jeringa en una caja de vidrio. Sucia, expuesta, fresca, casi como una alegoría a su vagina escondida. Y ella, sintió que la sangre le bajaba al cuerpo, le bajaba a la mente, la llevaba de vuelta a los sueños. Y se quedó con la imagen de la jeringa, dibujó la imagen de la jeringa en un pañuelito dualette, lo guardó en su bolsillo, y al llegar a casa, después de bajarse del taxi, sintió el bolsillo mojado, la pierna mojada, el pie chorreado en sangre y una punzante aguja enterrada en su muslo. ¡Qué dolor, dios mío!, ¡qué dolor sentía! Era dolor del bueno, ese era un buen dolor, dijo mientras pensaba que quizás el agujero de su cabeza había sido demasiado profundo, demasiado agujereado, demasiado expuesto, demasiado intenso.

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