24.3.08

Fosforescente

Los zapatos se dejaban debajo de la cama una vez que te acostaban a dormir. Te sacaban la camisa de fuerza y te metían debajo de las sábanas, que además traía una gruesa frazada de invierno que estaba aunque fuera verano, y te tapaban hasta arriba para que no te dieran ganas de levantarte. Y de verdad no te daban ganas de ir al baño. Te aguantabas hasta el otro día y para quedarte dormido pensabas que las enormes sombras de los árboles que rodeaban la casa no eran monstruos, sino caballeros gigantes que te cuidaban y te protegían.
Pero era inevitable despertar. Se escuchaban pasos pesados que avanzaban por el pasillo principal. A tientas, muy despacio, con el roce de una tela pesada por el piso de madera. Algo decían esas voces, algo murmuraban ellas, que te hacían meter automáticamente la cabeza por debajo de las tapas para ver lo que sucedía. Y eso, lo que pasaba a continuación, era que la virgencita que tenías al frente, en la cómoda ubicada a los pies de la cama y que te miraba toda la noche, giraba lentamente sobre la madera, se colocaba mirando la puerta y sin girar el cuerpo, colocaba la cabeza mirando hacia tu cama, como vigilando que no observaras lo que estaba a punto de suceder.

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