16.9.08

El sombrero de Seel

Seel saltó por encima de la reja y decidió que esa noche no volvería más a la casa de los Ocupas donde vivía hace cinco meses. Se cansó. Seel decidió ir a buscar el sombrero que estaba escondido en alguna parte del Cementerio General, en Recoleta y de esa forma poder volverse invisible hasta que decidiera regresar al mundo real. El problema era que los muros del cementerio eran demasiado altos, y por más que los quisiera saltar, era mucho mejor hacer un hoyo por debajo de uno de ellos y arrastrarse. Se quedó apoyado en la entrada y decidió esperar hasta que lo abrieran al día siguiente. Necesitaba ese sombrero. Estaba en la tumba de la señora Michelsohn, más bien dicho al interior del mausoleo donde ella estaba enterrada. Esperó y aguantó el frío de la noche. Se lo tuvo que aguantar con todas las ganas. Sufrió bastante.
Seel nunca sintió frío, ni siquiera en la casa de los Ocupas, en las que se hacían fogatas todas las noches, las que variaban de tamaño según la dimensión de las habitaciones. Por ejemplo, en su pieza la suya era pequeñita, que pareciera que se fuera a apagar, en cambio en el primer piso, en el living era enorme, como si estuvieran esperando la llegada de muchísima gente con muchísimo frío.
Cuando abrieron el cementerio Seel sólo despertó porque sintió el roce de unas ruedas de metal sobre el pavimento. Era ese ruido que te hacía doler los dientes. Más bien las encías, que son la parte sensible de los dientes. Y como ese sonido era molesto, era mucho mejor dejar de escuchar y hacerse el sordo. El entró al cementerio y caminó entre las tumbas. Los rayos del sol otorgaban al lugar un aire místico que lo envolvía todo en tonalidades naranjas y moradas. Uno de los tipos que hacían el aseo en el cementerio le dijeron que el sombrero se lo había dejado ella en el árbol que estaba en el cuadrante del fondo, al frente de los muertos anónimos. Seel caminó y llegó hasta allí. Los ratones se habían comido el sombrero. Había dejado pasar mucho tiempo y ya no podía ser invisible.
Agarró los restos de lo que había sido su sombrero.
Se persignó ante los muertos que no tenían nombre.
Tiró un escupo al cielo y otro a la tierra.
Sus manos habían desaparecido.

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