18.4.08

El ritual de la venganza

Paula caminaba por las callecitas angostas y coloridas de Cartagena de Indias para encontrar a María Mulata, la única mujer que podía ayudarla a sacarse el mal que tenía encima, ese que hace días la ahogaba, la saturaba y no la dejaba en paz ni para pelar una cebolla. Una puerta pintada de negro en una pequeña casa amarilla de dos pisos, cerca de la casa donde escribía don Gabo, el Nobel colombiano, según le dijeron por ahí. Y sale una mujer alta y flaca, negra como el ébano y con un cuervo rojo que le saltaba de hombro en hombro aunque a veces descansaba sobre su cabeza. La miró desconfiada y dijo que no era rojo, que ella misma le teñía las alas y que el pajarraco se dejaba porque, según ella, era un antiguo amor que se había reencarnado en él.

La hizo pasar al recibidor, y mientras esperaba le sirvió un corto de aguardiente antioqueño, en vaso de shot de tequila. Que tenía que tomárselo al seco, le dijo, para espantar el miedo que se le salía por la pupila y el morado de los labios.

Paula se sintió más tranquila. Sacó de su bolsa lo que le dijeron que trajera: una vela roja, gorda y con el esperma bien duro porque así era el corazón de la persona que no se podía sacar; un cuchillo grande, afilado y con el mango de oro, porque el oro es tan noble como metal que traspasa toda la fuerza del afectado en contra del victimario. Ah! y la matita de orégano, que tenía que masticar todo el tiempo en que se ejecutara la acción para que no se le devolviera, por si escapara por ahí, que la maldad siempre encuentra un rincón donde meterse, le gritaba la María Mulata en el oído, mirándola desde arriba y ella sintiéndose tan pequeña, tan intimidada.

Sacó la vela roja, la colocó en la mesa de vidrio que estaba adelante de ella y le tiró un escupo. Esparció la saliva con la mano por toda la vela y luego escribió el nombre del susodicho desde la mecha hasta la base. Comenzó a llover y el calor inundó la sala de tal forma, que fue como si el mar se hubiera vuelto vapor y entrara por la piel, traspasara mesas, paredes, cabezas y cuerpos humanos. La María dijo que estuviera tranquila, que ahora tenía que levantar el enorme cuchillo, echarlo hacia atrás, pensar en las últimas malditas palabras que le dijo y clavar el cuchillo con todas sus fuerzas.

"Puta concha de tu madre" fue su última frase. Y la repetía mentalmente una y otra vez, cuidándose de no botar el orégano que ya estaba todo babeado en su boca, y cuidando de no llorar sobre el esperma con toda la rabia que se vino de golpe con el recuerdo. Tiró los brazos hacia atrás, mantuvo toda la fuerza en ellos, respiró hondo por la nariz, los levantó con todo el impulso y así, con todo el emputecimiento vivo, metió el cuchillo en la vela.

Lo que sucedió después tuvo que ver con la nada. Con el silencio absoluto. Con la calma. Con la tranquilidad con que pudo volver a respirar. Le pagó a la mujer, unos 600 pesos colombianos. Y ella no le dijo nada, sólo la besó en la frente y la despidió con un "cuídese, mamacita".

La lluvia había parado. Se sentía plena. Iría al hotel y se pondría el traje de baño. Le habían dado ganas de nadar en el mar. Llegó a la habitación y prendió el móvil para ver si había algún mensaje. Efectivamente había uno. Era de Maite, su mejor amiga. "Pablo acaba de morir, lo acaban de atropellar hace quince minutos en Provi. Llámame,vas a tener que volver antes a Chile".

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