27.9.07

In love

1
Perdida en mi propia memoria, en mis recuerdos, en mis devaneos de piel. Perdida en todos lados, sin ubicarme en las calles, sin saber dónde estoy. Amnesia. Falta de recuerdos provocado por un hecho traumático. Un choque cerebral que siempre va y viene, que se desaparece y vuelve a aparecer con furia. Trato de recordar y no puedo. Trato de armar esencias de imágenes y lo único que se me viene a la mente son olores, sabores, formas ovaladas y de diferentes tintes. Todo lo que gira en torno a mí se ha transformado en esencia de la nada. En pérdidas. En carencias, en vacíos que no están ni acá ni en ninguna parte. He tenido que rodearme de tumbas para ver lo que no se puede ver. He tenido que estar falta de esencias para poder tocar mi piel, olerme, conocerme de nuevo. He tenido que volver a retroceder a la nada. A un nacimiento sin útero. A gente que no conozco. Gente que me conoce, pero no distingo y por eso me dan miedo. Mucho miedo. Se acercan, me tocan, me dicen palabras amables abducidas de su propio pensamiento. No leo, no escribo, no distingo código alguno dentro de mí ni de mi cerebro. No distingo nada, todo son sombras. Sombras de mi propia memoria inexistente. Sombras de un cerebro en blanco, que rodea símbolos y signos que no se reconocen en mí, ni siquiera recuerdo haberlos visto alguna vez. Necesito una grabadora, algo que me permita al menos reconocer quien soy, escuchando mi voz, mis latidos, mis propios gemidos en determinado momento del día para saber quien soy. No tengo idea quien soy, no sé, no sé quien soy, no tengo conciencia de mí ni de mi propia persona.


11
¿No te acuerdas? Me explotaste como una yegua cuando vivías el día a día a flor de piel, caminando por las calles como si fueras la dueña del mundo. ¡No te acuerdas! Te has olvidado de tu propia memoria por algo que ya vas a saber. O sea, maldición de maldiciones si le echas la culpa a tu cerebro de algo que sucedió hace poco. Creo que fuiste la culpable, o acaso te crees tan poco decente para no reconocer un hecho que fue premeditado, consciente, absolutamente despierto. Para volver a nacer, tienes que recordar. No sacas nada con esconderte dentro de un miserable nicho que no tiene luz nada más porque las ventanas están con polvo. Hay que sacudir la mugre para volver a la verdad. Esa verdad, esa que está en tí, en mí, en todos. Esa verdad de la que te escondes porque te provoca más dolor que una llaga inconclusa. Dime que recuerdas. Dímelo. Es la luz la que te produce ese miedo del que hablas. Es la luz, media metida en las retinas. Te miro perfectamente. Sé quien eres. Sé que estás ahí. Me sientes, me hueles, pero no quieres que vuelva a tu conciencia porque sabes que hiciste algo malo, algo muy malo que sólo hay otro que lo sabe. Sí, lo sabe. Y me lo recuerda a cada rato con una sesión de imágenes que se colocan unas tras otras, unas tras otras sin poder hacer más que verlas, una vez tras otra vez, como la deformidad continua de ciertas cosas que van y vienen sin detenerse. Como un simple rollo de películas que alguien olvidó detener y por lo mismo da vueltas una y otra vez sin que nadie lo pare. Sin que la cinta se acabe.


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Por el problema que yo tuve es que ahora estoy en problemas. Por las circunstancias que rodearon lo que yo tuve que soportar es que ahora ya no estoy en problemas. Me siento liviano y protegido, pero no por eso menos muerto de lo que estoy. Ella ya no me recuerda. Ya no. Ella ya no me cita en sus palabras. Ni siquiera habla. Se ha olvidado de su logos completamente. Y yo estoy en su logos, estaba siempre, permanentemente, quizás envuelto en algodón de azúcar, pero estaba. Me molestaba que me quisiera sacar de su vida sin avisarme siquiera. O sea, me avisó, pero de lejos. Recuerdo que iba vestida con pantalones azules, unos jeans desgastados y casi rotos, unos bototos Mortens color amarillo y una polera negra. Ajustadísima y transparente. Sabía que me iba a dejar por las fotografías que había tomado. Por las fotografías que ella agregó a la muestra ese día. Eran las fotos prohibidas. Las fotos de las que nadie sabía. Las fotos de los estúpidos torsos deformes por las luces y las sombras. Entremedio una mujer acurrucada, cojines, un vaso de vino y me imagino que música trance ambiental de fondo, para una mejor atmósfera de trabajo.Estúpida. Ella era una estúpida. Y pudo meter a muchos más en este saco. Pero no, la eligió a ella. Y aceptó. Eso era lo peor de todo.


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Los senos al aire. Estaba fresca la tarde. Corría un viento que recordaba a los colores verdes Como el turquesa del mar, o los bosques milenarios del sur. Hasta mi garganta estaba abierta y despejada. Nos mirábamos. Ella a través del lente y yo a través de la imagen reflejada en su cámara fotográfica. Después de cinco fotografías me pegó una cachetada sin avisarme. Dijo que era porque quería el concepto de la rabia en la última sesión. Me cayó una lágrima y ella acercó la cámara y disparó la caída en una imagen. Me dio pena de verdad y empecé a contarle lo que me había sucedido con mi última pareja. No le dije el nombre, pero ella sabía que era el tipo de pantalones anchos y cabello largo que estaba bailando en la fiesta de alguien en algún lugar. Me abrazó y algo provocó en mí. Me gustaba que tomara las fotografías descalza, con sólo unos jeans gastados y una polera que le traslucía toda la forma de su cuerpo. No me gustaba ella, pero sus labios rozaban mi cara y yo me sentí sola. No me acuerdo bien si él llegó mucho después de ocurrido eso o en el momento preciso. Ella se levantó y le pegó una cachetada. Él no dijo nada y se sirvió una copa de vino. Ambos se quedaron mirando y me fui. Caminando pequeña por la gran ciudad, con una cordillera nevada de fondo y el olor a café saliendo por los boliches.


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Dicen que es el alma, pero estoy convencido que no. Dicen que es el alma, pero sé que no lo es. Es la cabeza. Un círculo débil. Si los seres humanos piensan y la inteligencia es un tesoro, la cabeza debiera ser de fierro. De metal, de oro aleado con plata, qué se yo. No es mi labor, yo ya no necesito eso. El problema fue el golpe. Tirarla con todas mis fuerzas contra la pared. Empujarla como un torbellino de viento que azota un pueblo de la costa. La arremetí contra un pedazo de muro, la lancé y pude ver cómo mis músculos se marcaban cada vez que mis brazos agarraban su débil cuerpo y lo desprendían de la fuerza de gravedad para que luego cayera en cámara lenta sobre una pared de concreto que estaba cerca de la puerta de entrada del estudio. No fue una vez. Fueron muchas. Las suficientes para descargar mi rabia. Y no la maté.


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Los gritos me desesperan. Me dan arcadas cuando hay gritos agudos que vienen de otras habitaciones, y gritos que deforman la boca, que te hacen mostrar los dientes con rabia. Gritos que además traen llantos. Esos son otros gritos que me hacen temblar. Esos que de tanto alzar la voz se trasnforman en gemidos de alto calibre. Ella gritaba como si una roca se le hubiera metido por la espalda y de un sopetón le hubiera quebrado el espinazo. Y cuando subí a verla, pude ver al tipo que gritaba (pero ella ya estaba en silencio). Ella simplemente estaba sin moverse. Apenas tirando un hálito por la boca, un silbido mudo, que delataba lo que le quedaba de vida en su cuerpo. Recuerdo hilos. Hilos de sangre por toda su espalda desde la cabeza hasta la zona del cóxis.

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