24.8.06

Mi agua, mi aire, mi tierra, mi fuego

Odio las pesadillas. Odio aquello que remece la cama a medianoche y no te deja cerrar los ojos en paz. Odio a la gente enferma. Odio los hospitales y los cementerios. Odio las desapariciones de los que quiero en el momento menos oportuno. Odio todo aquello que me impide sentirte a tí porque a veces viene de tu mente, sabiendo que en lo concreto no seremos más de lo que somos, simplemente el momento inconstante, que como las olas del mar nos traga y luego nos devuelve a la arena.
Te has transformado en mi agua, en esa que me ahoga, que me nubla los pulmones y me lleva a laberintos que no tienen fondo, te has transformado en mi aire, porque despejas mis pulmones, los elevas y me demuestras que estoy viva. Has sido mi tierra porque has estado dentro de mí, aunque a veces despegues mis pies y dejas que me eleve. Has sido mi fuego porque me quemas, me dejas heridas, me sanas y luego me haces caminar por las brasas sin sentir el dolor.
Y todo eso surge porque es esencia de mi humanidad ser tan perversamente débil conmigo misma, tan perversamente débil, que pierdo el rumbo de sólo pensar a donde tengo que ir para estar con vos. Y ahora estás lejos, no te siento, pero sé que estás ahí. No te siento, pero te percibo a la distancia, cerca de un mar cálido, lleno de personas conocidas y desconocidas, dando pasos en una ciudad en la que podríamos estar los dos, caminando de la mano. No importa, te extraño pero puedo estar sin tí. La autosuficiencia se me pierde pero puedo encontrarla con la luminaria de las candelas en una pieza de color oscuro. Me guía el olor de las cosas. El olor de los recuerdos. La fuerza de mi mente sobre tus olores. El poder de mi mente sobre mi otra mente, más pequeña y quebradiza, que se queda escondida detrás de la puerta como un plato roto en mil pedazos. Un plato que rompí esta mañana por culpa de mis propias torpezas mentales. Estar pensando en los sinrazones.
Y quiero volverme sirena, navegar en el mar, hundirme hasta la profundidad de los corales y bajar, bajar, bajar, hasta perder la respiración pero seguir viva igual. Sin cadenas. Sin nada que me ate a nada, a nadie,a la libertad de estar yo y el mar. Yo y el mar imaginario que a veces me deja, otras me suelta y unas tantas me redime de la inconsciencia de mis pensamientos y mis soledades.
Y quiero subir al escenario, entrar en medio de luces semiapagadas, transformar mi cuerpo en un torbellino de músculos andantes y caer. Levantarme, y caer nuevamente. Levantarme...y caer hasta ser capaz de flotar y no caer más. Y gritar, gritar como las fieras, casi aullando, con los pies en punta sobre el suelo y luego mantenerme ahí hasta el punto frágil en que se pierde el equilibrio y recuperas la inestabilidad de la inevitable levedad del ser humano (como lo dijo Kundera en su libro memorable de las historias de amores en Praga)
No queda nada. Y tengo todo en la palma de la mano. Bienvenido al paraíso terrenal. Mi propio demonio se ha fugado. Me ha dejado sola. Pero estoy bien. Liviana y frágil. Etérea. Casi de plumas de algodón que abrazan cuerpos desnudos muertos de frío. Así. A los pies de un niño ciego.

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