15.12.08

La somnolencia de los sordos

Orejas llenas de cerumen se apostaban en la almohada de ellos cuando pasaban más de dos noches sin dormir. Las orejas se despegaban de su cuerpo y en fila, se arrancaban a una pequeña velocidad, para hacer un espacio en las mullidas almohadas y sumergirse en ellas, específicamente en el espacio que queda entre la funda y la almohada misma hacia abajo, para obviar el peso de las cabezas de sus dueños. Y lo hacían con tal delicadeza, que el insomnio de los sordos no se difuminaba, sino que se volvía somnolencia, acompañada por dos hilos rojos que caían de los huecos de donde se habían fugado las orejas, de donde se habían transformado en sordos de verdad. Las orejas no los querían y se fugaban de su cuerpo cuando ellos no podían o no querían dormir. Cuando el primero de ellos se suicidó, las orejas de él escaparon con el disparo con el que reventó su cabeza, corrieron hacia el baño y se tiraron por la taza del w.c. Estuvieron flotando dos días antes que alguien tirara la cadena. Agradecieron no tener olor a mierda. Ahora eran orejas frescas que vagaban por los mares del mundo.
Y en todas las camas, que eran todas iguales, dos hilos de sangre seca que recordaban las noches de insomnio y la somnolencia del abandono.

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