26.11.07

Hospital

Ella caminaba de noche. Con los pies pelados arrastrando un enorme carro que era más grande y más pesado que ella. De metal, lleno de géneros e instrumentos esterilizados, que cada vez se arrumaban en montones enormes, pesados, y pasados a cloro y a detergente especial. ¿Especial?, sí, completamente especial. Tanto, que tenía que lavar todas esas prendas y materiales con unos guantes enormes. Negros, de caucho y con mangas larguísimas. Y echarlos después en unas lavadoras gigantes, donde algunas noches de insomnio durante los turnos, se imaginaba a un niño muerto que giraba entre las aspas y la espuma.
Y al sentir que caminaba entre las habitaciones silenciosas de los enfermos terminales del cuarto piso, veía los fantasmas de ellos. Los sentía. Paraba su carro y con el lápiz labial dibujaba una cruz sobre la pared adyacente a la cama del enfermo. Y moría. El enfermo y ella.
El enfermo, porque soltaba sus demonios y se veía una mancha color vómito que caminaba junto a ella el día después de salir del cuerpo. Y ella, porque se desmayaba cuando llegaba al camarín a cambiarse ropa y luego, ese mismo vómito salía de su boca, expelido hacia afuera con fuerza y remordimientos, para quedarse titilando en el piso. Le decían Ana, la de los muertos. Ana, la de los idos. La incorruptible Ana, que odiaba la luz del día y por eso siempre había trabajado de noche.
Pero, un día el padre de Ana cayó al hospital. Estaba grave. Le había dado un infarto. Y Ana vomitó toda la noche y no fue capaz de marcar la cama de su padre con su lápiz labial. Con el rouge, como decía su madre. Y el padre murió al amanecer del día siguiente. Lo encontraron muerto con el cuerpo de Ana sobre su cama. Ella sólo despertaría un mes después, porque le dio un coma incomprensible. Por la pesadez de la muerte del cuerpo del hombre que le había dado la vida.
Ana todavía trabaja en el hospital. Sigue haciendo turnos de noche aunque ya no en cuidados intensivos. Ahora está en pediatría y sólo se burlan de ella los médicos jóvenes. Los viejos la respetan. Cuando pone un gesto de arcadas, ya saben que un pequeño va a morir. Claro que sus visiones ya no son cuando arrastra ese carro enorme, sino cuando lava las enormes sábanas blancas con el detergente especial en la máquina gigante.






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