23.11.07

Del grito sordo de la noche

Un grito siempre será menos luminoso que un rayo de luz...o quizás más brillante, dependiendo de donde se lo ejecute. Creo sentir la potencia de la voz proyectada en el infinito, en el sufrimiento humano, en la decadencia del alma que surge algunos días. En la falta de fe, en la inconsistencia de los pensamientos y las realidades. En el quiebre de la imaginación, cuando la lucidez se difumina, y en medio de la vigilia se observan insomnios de los que no podemos arrancar.
Es lo que llamo el grito sordo, ese que está acompañado de un estampido de una noche sin luna, de una noche sin estrellas, apagadas por la violencia de la luz eléctrica que se apodera de las calles. Es el grito desbordado que cualquiera puede dar para eliminar los demonios internos, la falta de sentido, la necesidad de un abrazo, un beso, un simple dormir acompañado o simplemente el dar la cara a la soledad y enfrentarse a ella. Y querer abrazarse a una pared desnuda que no te ofrece más calor que el que acumula durante el día, al enfrentarse al sol, a pulirse de calor, a la no necesidad de lo oscuro.

Entonces, es mejor gritar, sacar todo afuera, salir, enfrentarse a una roca enorme que puede llevarte al precipicio sólo si quieres, sólo si no hay otra salida, sólo si no existe falta de carencias. Qué absurdo. Una carencia puede existir, pero no puede ser reconocida, una carencia puede estar y ser reconocida, pero oculta. Una carencia puede dejar de serlo en la medida que se grita y se busca un lugar en el mundo para recuperar lo perdido. Una carencia es una muñeca que no tiene cabeza pero que la busca a como dé lugar. Una carencia es la necesidad de comer tártaro para rellenar los recovecos del alma.

Un grito oscuro puede transformarse en gemidos ya sea por el sufrimiento acentuado, por el miedo que nace de pronto, como una lagartija estomacal que sube por el vientre hasta la garganta o bien decaer en lágrimas silenciosas, que no tienen otro objeto que ocultar el miedo, que desconocer la potencia del grito.

He gritado por histeria, por miedo a las baratas, por descubrimientos sorpresivos, por traiciones de personas, por desahogo, por rabia, por la necesidad de huir, por la necesidad de apegarme, por la necesidad de desapegarme, por querer soltar mi mano, por despegar mis pies de cierto ahogo rutinario que ciertas veces me hostiga. Eso no tiene nada que ver con la muerte. Es más que nada una presa del delirio que llega y se va, algunos días latente, otros intermitente, los más a nivel del inconsciente.

Y es así como recuerdo que a veces en vez de gritar evitaba llorar, cerrando los ojos con fuerza para que las lágrimas no se me salieran fuera, no se escaparan, no quisieran evadirse de mí ni de mis sentidos. Es sólo un laberinto mío, que puede ser el laberinto de cualquiera, la pesadilla de cualquiera, el oscurecer de cualquiera, la falta de espíritu respaldado por alma.

Nunca he gritado en la calle. Siempre lo hago a escondidas, y que el eco propague lo que siento por los rincones que pueda. Me gustaría gritar en el metro, cuando está hirviendo de gente, o en medio de una calle repleta, en la que todos se extrañarían porque alguien se desahoga.

Los gritos son desahogos públicos que poca gente entiende.
Gritaría para espantar mis demonios o para dejarlos ir.
La mayoría de las veces sucede lo segundo.
Y me libero, me siento liviana como un amanecer de mí.
Grita, que todo lo que gritas vuela al cielo y de ahí no vuelve.

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