29.10.07

Dientes de caníbal

Y de repente amanecía amarrado. Adolorido y mordido por todo el cuerpo. Con moretones y la marca de los caninos en los hombros, las costillas, las rodillas, los tobillos. La brutalidad del amor lo transformaba en un ser henchido de placer, respirando orgasmos por los poros y a la vez, gimiendo de dolor por la fuerza bruta del sentimiento, de ese que sólo se percibes de vez en cuando, con algunas personas, en circunstancias de la vida que sólo se dan una vez y para siempre. El dolor al caminar, al moverse, al despertar, era sólo comparable al sacrificio de ser crucificado sin morir. De tener la piel adormecida, los huesos casi en estado insomne, la cara feliz y la necesidad de volver a repetirlo. El placer es hermano del dolor y él lo sabía tan bien como la pareja por quien se dejaba clavar una y otra vez, cada instante con más fuerza, cada hora más apretada con la piel, con los huesos, con las uñas que le arañaban la espalda y le dejaban la marca de garras de gato que se vislumbraba bajo una huella de la sangre. De su propia sangre, que emanaba con tibieza desde la profundidad de su dermis.
El dolor. El éxtasis. La necesidad de sufrir por placer.
El dolor, con los huesos apenas cediendo de lo más lento a lo rápido.
El éxtasis, de ver a Dios y a las diosas saludándolo de lejos en el firmamento, con el sol embrutecido de ardor mientras se pone en el horizonte con ritmo de fiera. De fiera ya apagada, pero feliz.
El poder del cuerpo roto, pero a la vez vuelto a renacer.
El cuerpo de él y el cuerpo de ella, envuelto en un plástico transparente.
La esencia de lo que fluye echado afuera.
Lo líquido y lo tibio.
Nada más.

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