3.4.09

TrancEnsangre

Lluvia roja. Lluvia que cae de a poco, lluvia que sube y baja. Lluvia que sube del suelo y cae del cielo. Lluvia. LLuvia. Esa cosa roja que salía de mi cuello, de un pequeño agujero envuelto en vísceras, músculos y cuanta membrana biológica y humana existe, eso era. Lluvia de mí, lluvia roja que caía de mí. Me había transformado en un zombie. Era una zombie, que caminaba desnuda por la ciudad. Desnuda, con esa lluvia roja cayéndome por el cuello, empapando mis senos, arrugando mi guata, poniendo sedientas mis piernas, perdidos mis pies, anulados mi sexo y mis sentidos. Todo en una dirección inconexa que hacía que la gente se agrupara en torno a mí y esperara la llegada de las cámaras de televisión. Y se daban cuenta que no era un espectáculo, sino que simplemente lo que yo había decidido hacer un día cualquiera por culpa del aburrimiento de mí misma. Hacerme un hoyo en el cuello y dejar que la sangre fluyera. Y una vez que esa sangre se derramaba por mi cuerpo, recogerla con mis manos y ponérmela en el pelo, en la cara, en los brazos, como completando el acto. Y el dolor, ese dolor insoportable. Me hacía cerrar os ojos y querer sentir más sangre sobre mí, mucha más sangre sobre mí. Más, más y todavía más. Hasta que fuera necesario un grito para pararla. Y el grito no ayudó a pararla, el grito forzó el agujero del cuello y éste se hizo más grande, y más sangre salió y más río se volvió sobre mí y ese río cansó mi mano que quiso parar el chorro del agujero. O sea, todo así y ser y no siendo. Todo ahí, pero sin ser ahí a la vez. Toda mi sangre era toda mi mierda que estaba saliendo afuera para no volver. Era mi muerte. La muerte de mí. Mi renacimiento.
Desperté tres días después. Con una enorme cicatriz que me pesaba y me dolía. Una enorme cicatriz que estaba ahí. Y me saqué la costra y vi piel nueva. Mi cama estaba manchada de sangre, mi pieza, el baño, la cocina y hasta la escalera que está fuera del departamento. Volví al baño después de ver todo el desastre en sangre que había causado mi trance. Y ahí, me agarré del lavamanos, miré mi cara fijamente en el espejo, observé mis ojos tratando de invadir mis pupilas y luego, al tratar de romper el espejo, algo saltó de adentro y me llevó a la oscuridad, que es donde resido ahora, con una pequeña luz que cada día crece de a poquito.
Entre paréntesis, no sé donde estoy. Me abducieron de mí. La sangre era mi trance.

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