11.12.07

Divino Bronze

Se escapaba de los edificios con unas zapatillas de tony que le quedaban muy monas. Corría mientras su espalda se mojaba con la transpiración de su piel. Le gustaba hablar a escondidas y a veces se reía de mí en mi cara. Otras, me decía que tenía que teñirme el pelo rojo porque mi pasión se desbordaba de las pupilas y tenía que ser más tirada para la punta para andar con los zapatos de tacón por la vida. Una vez, me dijo que mis mejores fotos eran las que me sacaba en blanco y negro en la penumbra de una habitación cualquiera. Creo que me voy a teñir el pelo rojo. A veces, llegaba con Penélope, su gata albina de pelo tupido, me la colocaba en la cama y se desaparecía por días. Penélope me odiaba, me mordía, me arañaba y no me dejaba dormir en mi propia cama. Cuando Divino volvía me desnudaba y echaba a la felina de mi pieza. Y así nos quedábamos y Penélope me arañaba la puerta cada vez más. Y la piel, y mis oídos con esos gemidos insoportables que me desgarraban los tímpanos.
Divino Bronze toma whisky. Trabaja de noche de vez en cuando y ama la cumbia. Una vez me hizo bailar en la azotea de un edificio del centro de Santiago. Sola, mientras se tomaba lo que quedaba del Chivas al seco. Y me miraba. Me decía que las mujeres eran diosas, pero que yo era la Reina de ellas. Nunca me he creído el cuento de falsas dinastías. Más que valga.
Un día Divino Bronze desapareció de mi vida. Se fue, lejos. No me dijo adiós. Me dejó a Penélope, la gata que abandoné en la calle porque sé que tiene la suficiente energía para sobrevivir. De Divino nunca me pude olvidar. Cada vez que veo el atardecer desde la azotea de cualquier edificio me acuerdo de él. Dicen que se suicidó. Creo que está en coma en alguna parte.

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