7.3.07

Tibio, azul y nacarado

Vengo llegando de unas bellas vacaciones. Estuve dos semanas en la Riviera Maya. Vale decir Cancún, Tulum, Chichén Itzá y lugares anónimos, que sólo se descubren cuando vas en cuatro ruedas por la carretera.
Como en una road movie de tu propia vida, pero que pasa ante tus ojos en la ventana de un auto.
Y tienes sensaciones de Dèja Vu al ver enormes pirámides de hace miles de siglos conectadas con la tierra, con el sol, con el aroma del mar a flor de piel. Con energía. Y con el poder de los dioses encarnados en serpientes, jaguares, iguanas, agua, vida, naturaleza.
Y todo lo que te rodea parece estar en armonía contigo mismo a pesar de la piel transpirada, del sudor, del sopor que provoca la humedad tropical tras caminar largamente. Y la piel, tostada por el sol y sentida con sus rayos poderosos de fuerte calor, te hace pensar que eres infinito ante el universo. Estás ante un dios que es realmente potente.
Y te sientes una sacerdotisa maya, en medio de árboles antiquísimos, en medio de campos de juego de pelota en el que participaron hombres para ofrecer sus sacrificios a los dioses. Una sacerdotisa con piel de jaguar, con una máscara de águila y miles de días en ayuno, con una exacerbación de los sentidos porque has tomado alcohol y alucinógenos que han permitido conectarte con el cielo y con los dioses del inframundo también.
Y te has dado un baño de vapor caliente, ofreciste tus bienes al cenote sagrado y luego te diste vuelta para continuar tu camino. Y ofrecer plegarias en el Templo de Chichén Itzá, con ruegos que retumbaban en una acústica mágica y vibrante. Que todos escuchaban. Y que la serpiente que bajara el 21 de marzo en el equinoccio de primavera entregara buenos augurios de cosecha para el año.
El calendario maya es mágico. La vida de ellos fue mágica. No ver Apocalypto. Eso es otra cosa.
Definitivamente la energía más fuerte vino del mar, con hermosas olas color turquesa, un mar tan tibio y embrutecido como la matriz que llevo dentro. Embrutecido por los ciclos y tibio por la sangre que lo rodea. Por la sangre azul, en el caso del océano. Y el peso de vidas que no existen pero que las puedes sentir con el latido de la planta de los pies.
Los mayas enterraban a sus muertos en el subterráneo de sus casas.  
Decían que había que dejarlos ahí para que se sintieran acompañados. 
Creían en la reencarnación.
Yo también creo.
Me sentí uno de ellos.
Creo que mi conexión con México va más allá de la vida que llevo ahora. Es una cuestión de transformación del espíritu y del alma viva que nunca muere. Que siempre va hacia la luz. Hay un sueño que entendí y que no he vuelto a vivir cuando duermo. Quizás parte de su explicación era esa. A veces vacaciones no es sólo carretear. También conocer y descubrir mundos mágicos que existen en la realidad. 
O que existieron, o que aún sobrevive dentro de los mestizos que hablan náhuatl.

¡Pinches españoles hijos de la chingada!





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