30.3.07

Los insomnes

Eran como las mareas juntas en un torbellino de sed y felicidad, en medio de rocas puntudas y falsa conciencia. Falta de alma, de tino, de armonía bestial, residente en las bocas de todos y de cada uno de ellos. Pero seguía el ritmo insomne, en un lugar de techos altos y sombras lúgubres. Un lugar en el que nadie sabía para donde iba. Pasos en falso, caminatas en círculo. Rodeos en los pasos, trastabilleos en cada simulación de caminatas.
Pequeños y grandes seres envueltos en camisas de dormir desgreñadas, con los pies sucios por estar de pie en pisos inmundos. Y las bocas, llenas de dientes amarillos y huecos sin rellenar, seguían haciéndose presente en los carcajeos silentes que algunas veces se dan vuelta entre uno y otro de esos seres. El sol no estaba. La luna tampoco había llegado a ese lugar.
Y les hacía falta la luz aunque a veces huían de ella. Se quedaban mudos ante la luz del sol. Se quedaban ciegos ante la perplejidad de la luna avanzando paso tras paso sobre el enorme caserón que les servía de guarida. Les daban miedo las estrellas y pensaban que las nubes eran enormes fantasmas vivientes que se transformaban en sombras que les iban a absorber la mente y los secretos.
La mente, con una aspiradora de metal, que se iba a meter por las neuronas para luego dejarlas secas de recuerdos y los secretos, esos pequeños temores ocultos que todos tenían en su cabeza, se iban a ir por un vomitadero de cartón que iba a ser individualizados para cada uno. Y no quedaría nada. Sólo a uno de ellos le sucedió la absorción de la mente. Y quedó tirado en el hall central de la enorme casa. Era una estatua de carne putrefacta. Y lo adoraban. Y así nació el nuevo dios que permitió que el sol y la luna no perturbaran la vida de estos hombres.
Alguna vez, desde algún resquicio de las paredes de las casas, estos seres salían de la imaginación de los niños y se bebían la sangre de los enfermos. No morían, pero quedaban catatónicos y con la boca girada hacia la izquierda, babeando, casi envueltos en una tontera espiritual. Es la enfermedad del delirio, que a todos les ha dado alguna vez.
Y así, entre la imaginación y la muerte cerebral, el mundo dejaba de ser temeroso. Y a veces sublime.

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