12.2.08

Mandíbula

Las fauces adoloridas se quedaron atrás de la cabeza por la fuerza con que fueron lanzadas.Los dientes estaban al aire y las encías ensangrentadas. Corrían hilos de sangre como ríos escarlatas, que devoraban la piel y los pelos, los nervios, las lágrimas del dolor, que se fugaban de ojos abiertos, de párpados ya estirados sin poder devolverse hacia adelante.


Y la bestia estaba sola, se quedó sola en el borde del camino. Nadie pasaba. Nadie la miraba, nadie podía compadecerse de su estado decrépito. Ni las moscas, que encontraron su carne demasiado amarga para el placer de su gula. La bestia estaba sola. Abandonada por el dolor de la muerte.


Un homicida anónimo se cansó de sus ladridos, se asustó y lanzándose con toda su fuerza sobre ella le agarró el hocico, se dejó morder el borde de los dedos y así, con las dos manos adentro de la boca del animal, envuelto en la baba de él, tiró hacia atrás, hasta sentir el ruido de la fractura de la mandíbula.


Y luego lo tiró al suelo, con una mueca de asco y decepción. Tan poco costaba matar a una bestia...tan poco, que era mejor dejarla botada. Claro que no es olvida del último gemido antes de caer. No se olvida, de ese aullido lastímero que dañó un cuarto de sus oídos.


Era mejor darse la vuelta. Huir de las moscas que pronto llegarían, de los gusanos que nos recuerdan lo asqueroso de un proceso de muerte, de depredación, de desintegración corpórea, de pasar a ser nada mediante un cambio abrupto y silencioso. Como todo proceso que encadena una acción tras otra y que tiene un resultado final.


Yo no sería capaz de matar a nadie. He tenido ganas de hacerlo, pero me costaría mucho hundir un elemento externo en la carne de alguien para eliminarlo. A veces sueño que me matan en un lugar extraño. Nunca veo la cara de mi homicida. Me veo rodeada de gente en un ataúd negro de madera. De fondo se escuchan cantos gregorianos, me tiran flores y el cura es enorme, de cara seria y enojada. Parezco una niña adentro de un ataúd, escuchando y viendo todo lo que sucede. Me siento pequeña, estrecha, casi claustrofóbica. Toco el vidrio, que está lleno de lágrimas de la gente que se despide. Pongo la mano sobre él y despierto por el frío que me da. La gente comenta lo tranquila que estoy y sólo siento que floto en el satín que está dentro de la tumba. Quiero llorar y no puedo. Ahí es cuando despierto.


Cuando tengo pesadillas siempre abro los ojos y me siento en la cama con la polera del pijama empapada en sudor. Me levanto de improviso y la humedad de las sábanas me da frío. Como una ráfaga de viento de un día de invierno.


Con mis dientes apretados, como si me quisieran romper la mandíbula y no hubiesen podido.

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