3.1.11

Pélame

Yo sentía que cierto ser invisible se colocaba sobre mí y sacaba mi piel a pedacitos, pero sin dolor, para dejarme los músculos en carne viva y roerlos. Los roía como haciendo cosquillas mientras la sangre corría por entre el rojo y el blanco de la masa muscular. El dolor comenzó ahí, y era fuerte. Del uno al diez un once de dolor. Y sobreseía mi alma, mi cuerpo, mi todo, transformándome en un ser silente y callado. Hasta llegar a las costillas, donde sólo quedaba mi corazón iluminado. Era un cúmulo de huesos, pero el alma estaba viva y brillante, como un tesoro infinito. Así me quedé y ni los perros callejeros, que tanto roían mis huesos, se dieron cuenta de ello.

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