
Me comería una sandía entera. Me gustaría comérmela en medio de un puesto gigante de sandías, a pata pelá, con los gritos de los feriantes de fondo y disfrutando como la gente ve a una mujer disfrutar una sandía en pleno centro popular. Y mi boca, ese círculo carcajeante que a veces no emite sonido alguno, estaría feliz, dichosa de recoger un pedazo de carne frutal para hacer contento a mi estómago.
No hay remedio para el placer de la gula que sea mejor que la sabrosura que corre por los dientes y que se desearía no tuviera fin. Y con el calor, la frescura del líquido que sale, la carne que satisface la lujuria del saborear, se transforma en pequeños ríos helados que congelan por un instante las venas. Y dejan el corazón feliz y sangrante, como la misma sandía que anhelaba ser comida en un cajón de la feria.
(Si el corazón de alguien fuera una sandía, lo saborearía de a poquito, pasándole la lengua una y otra vez hasta emblandecer la zona a la que quiero clavarle los dientes. Lo miraría a los ojos y luego daría la mordida final para que viera mi cara de gozo)
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